La Puya, una
embestida
(extret de http://www.plazapublica.com.gt/content/la-puya-una-embestida)
Tras dos años de
plantar oposición ante la mina, la resistencia de La Puya ha enfrentado su
primera derrota. Las máquinas, con el apoyo de la PNC, han regresado para
construir el proyecto minero El Tambor. Los comunitarios de San José del Golfo
y San Pedro Ayampuc, a pesar de ello, deciden quedarse.
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Sábado 24 de Mayo
de 2014
Esta vez, dos años
más tarde, los comunitarios de La Puya, esperaban que, de nuevo, la estrategia
funcionara. Los cantos, los coros, la alabanza, era ya el sonido ambiente ante
la negación de retirada de la maquinaria y las fuerzas de seguridad… Nadie
pensaba retirarse.
El Estado firmó un
contrato con una empresa. El Estado, mediante la policía, asegura que eso se
cumpla. Pero el Estado nunca preguntó a las comunidades y, sobre todo, durante
10 años no informó sobre la existencia de la licencia de exploración otorgada a
Exmingua, el primer permiso que debe otorgar el Ministerio de Energía y Minas
La madrugada del
viernes 23 de mayo, aún oscuro, el ruido de las máquinas —los motores de una
retroexcavadora y 10 camiones de volteo- despertaron a los vecinos del camino
que une a San Pedro Ayampuc con el municipio de San José del Golfo. Las
máquinas, como había sucedido en otras ocasiones a lo largo de dos años, no
iban solas, a su lado, resguardando el avance lento y retumbante, se acompañaban
de los pasos apresurados de cientos de policías y de los motores de varias
docenas de radio patrullas. A esa hora, todo el contingente se dirigía a la
entrada de la mina Progreso VII Derivado, una de las 12 partes del proyecto
minero El Tambor. Pero también máquinas y policías avanzaban al
encuentro de la resistencia
comunitaria La Puya, instalada desde hace dos años y tres meses frente a la
entrada de la mina Progreso VII Derivado.
“Hicimos lo que
habíamos hecho otras veces”, explicaba Carlos Montenegro, uno de los
comunitarios en resistencia, cerca de las 11 de la mañana: “Nos plantamos
frente a las máquinas. Las mujeres y los niños rezaron. Detuvieron así a los
camiones, la máquina, los mineros y la policía en la entrada de la
resistencia”.
Montenegro y otros
comunitarios a su alrededor, a pesar de las máquinas detenidas, a esa hora de
la mañana se mostraban preocupados. “Hoy lucen diferentes, se ven decididos.
Otra veces han salido huyendo”, indicaba uno de ellos, observando a la fila de
policías que, con escudos y toletes, había bloqueado por completo el camino.
Yolanda Oquelí, una
de las lideresas de la resistencia, también daba una explicación de cómo habían
detenido el ingreso de la máquinas durante la madrugada. La resistencia, decía,
ante la llegada de la policía, esperaba la presencia de un juez de paz para que
verificara la condición pacífica de los comunitarios: “El encargado de la
operación policiaca, Pedro Esteban García, de entrada amenazó con arrestarnos.
Y no, no traía una orden de juez para desalojar a la resistencia. Lo único que
cargaba era una orden administrativa de cuidar el ingreso de las máquinas”.
La historia de La
Puya contra la empresa minera enfrentaba así un nuevo episodio de los muchos
que ha tenido durante dos años. El primero, por ejemplo, el que inició todo,
sucedió el 1 de marzo de 2012, cuando Estela Reyes, una pequeña mujer, se paró
frente a una excavadora y la hizo retroceder. El 8 de mayo de ese mismo año,
durante otra madrugada, un convoy de máquinas se detuvo en el camino una vez
que decenas de mujeres se tendieron en el suelo, cantaron coros y rezaron para
impedir que las excavadoras entraran a la mina. Meses más tarde, en diciembre,
los antimotines fueron rechazados una vez más con cantos y rezos.
Esta vez, dos años
más tarde, los comunitarios de La Puya, esperaban que, de nuevo, la estrategia
funcionara. Los cantos, los coros, la alabanza, era ya el sonido ambiente ante
la negación de retirada de la maquinaria y las fuerzas de seguridad… Nadie
pensaba retirarse.
La resistencia
incómoda
Desde que La Puya
se consolidó como resistencia comunitaria ante un proyecto minero, su forma de
oposición ha sido emulada en otras partes de Guatemala. Es un campamento
organizado por distintas comunidades, con turnos de 24 horas, y que se
establecen ya sea frente a un proyecto minero, o un proyecto hidroeléctrico. No
dejar que entren las máquinas, tampoco los empleados, es parte de la consigna.
Defender la tierra, el agua, la vida, son los argumentos. En Santa Cruz
Barillas, Huehuetenango, la resistencia se llama Nuevo
Amanecer. EnChuarrancho, en Guatemala, la resistencia está en
proceso de consolidación. En San Rafael Las Flores, entre los departamentos de
Santa Rosa y Jalapa, se quiso implementar algo similar. El jefe de seguridad de
la mina San Rafael, Alberto
Rotondo, sabía que no podía permitir que sucediera: “No podemos permitir
que se establezca la gente de la resistencia; otra Puya, no”, sentenció.
La Puya ha
resultado ser algo incómodo para gobierno y empresarios, una piedra en el
zapato desde su fundación. “Es un sentido político de resistencia. Por eso el
gobierno ha tenido que establecer mesas de diálogo con las comunidades”,
resaltaba Antonio Reyes, líder de la resistencia.
La llegada de las
máquinas y la policía esta mañana, dicen los comunitarios, ocurrió a tan sólo
dos días después del último intento de diálogo, el 21 de mayo de 2014. La
intención fue la de reunirse con el gobierno y las empresas Exploraciones
Mineras de Guatemala (Exmingua) y Kappes, Cassiday&Associates (KCA). “La
reunión fue inviable, no dejaron entrar a los medios de comunicación
independientes, no querían que se difundieran los argumentos de la empresa.
Decidimos retirarnos a causa de ello”, señalaba Oquelí.
“El diálogo se
agotó por todas las vías”, explicaba Dennis Colindres Guevara, representante de
Exmingua y coordinador del ingreso de la maquinaria esta madrugada. “Durante
dos años se ha intentado llegar a un consenso, pero las posturas son demasiado
radicales. La empresa cuenta con licencia de explotación desde 2011. Existe un
contrato entre el Estado de Guatemala y nuestra empresa. Y en 2012, se dio una
resolución de la Corte de Constitucionalidad que le dice al Ministerio de
Gobernación: ‘usted tiene que hacer expedita la vía para la libre locomoción’.
En ese marco de ideas estamos haciendo cumplir nuestro derecho”.
—¿Hace dos días el
diálogo se rompió? —se cuestionó a Colindres.
—Hubo un berrinche.
Debido a sus posturas radicales (de los comunitarios). Hay falta de voluntad de
diálogo. Queremos que se cumplan nuestros derechos contractuales con el Estado
de Guatemala— contestó para dar argumentos sobre por qué ahora, por qué hoy,
por qué las máquinas y la policía.
El Estado firmó un
contrato con una empresa. El Estado, mediante la policía, asegura que eso se
cumpla. Pero el Estado nunca preguntó a las comunidades y, sobre todo, durante
10 años no informó sobre la existencia de la licencia de exploración otorgada a
Exmingua, el primer permiso que debe otorgar el Ministerio de Energía y Minas.
La empresa, aseguran en la resistencia, tampoco lo hizo y dejó respuestas poco
claras en el Estudio de Impacto Ambiental, como el agua a utilizar o el
tratamiento que se dará a los minerales. El Estado lo aprobó.
Libre locomoción
Vs. Derecho de Protesta
La juez de paz se
llama Ana Guevara. Viene apresurada desde el juzgado de Paz de San José del
Golfo. Viene a verificar, tras la petición de una exhibición personal por parte
de las comunidades, que la oposición, la resistencia, no haya sido golpeada, ni
desalojada, ni amenazada. También verifica que el derecho de todos sea
cumplido. Bajo el sol de mediodía Guevara es una especie de árbitro; más bien
un maestro de escuela ante una riña inevitable. Se le ve incómoda.
—El libre derecho
de locomoción— insiste Colindres.
—El derecho de
protesta— argumentan los comunitarios.
—Hay que respetar
el derecho de todos— dice Guevara.
—Queremos que sea
posible un acuerdo— intenta Mario Minera, representante de la Procuraduría de
Derechos Humanos (PDH).
La conversación es
un intento de que no ocurra un enfrentamiento. Oquelí, representante de las
comunidades, explica que el proceso de diálogo todavía no está agotado. “La
empresa no puede dejar de lado ese proceso. No puede decidir sin haber llegado
a un acuerdo con nosotros y con el Gobierno”.
Colindres, repite,
propiedad privada / derecho de locomoción / mis máquinas / mi derecho / La
Constitución. La juez, luego de veinte minutos, decide: “respetar el derecho de
todos. Nadie evade el derecho de protesta. Y nadie puede limitar la libertad de
locomoción”. En sus palabras apenas hay argumentos jurídicos, explicaciones. Su
sentencia, según entiende, resulta salomónica. Ordena a la policía custodiar la
entrada de las máquinas a mina Progreso VII Derivado. Ordena trasladarlas
directamente al interior de la resistencia: La Puya es la entrada a la
mina. Hay movimiento. Los cascos se colocan sobre la cabeza. Se forman columnas
largas de agentes de la policía. Se golpean los bastones sobre los escudos en
señal de ánimo, de nervios, de susto.
La gente reza. Los
motores bufan.
La gente canta. El
humo sale de las máquinas.
La PDH observa,
derrotada.
La primera acción
es de la resistencia que retrocede, que se repliega en dirección del campamento
frente a la entrada de la mina. Ancianos, mujeres, quedan adelante. Los hombres
se acomodan en el último frente. Esperan, cantan, permanecen sentados, otros
rezan. Los camiones, la maquinaría avanza. Al lado de las máquinas, cientos de
policías las custodian. Caminan y quitan todo lo que estorbe a su paso. La juez
Guevara se retira con prisa. “Es complicado, es complicado”, balbucea, se
tropieza. El enfrentamiento es inevitable. Lo sabe. Huye, se esfuma.
Tres embestidas
Hay una tensión que
dura más de 300 metros antes del primer golpe. Otra de 30 minutos antes del
primer arresto (una mujer). Y una más, que no se agota durante toda la tarde,
que inicia con el primer lanzamiento de una bomba lacrimógena. Explota. Arden
los ojos, la garganta, el esófago, todo es gas, es gris, es humo, huele a
pimienta, se vuelve difícil respirar. Las máquinas avanzan.
La gente se
dispersa. La policía gana terreno. Una lluvia de piedras, palos, los hace
retroceder. La resistencia se reorganiza. Sólo hombres esta vez. Esperan una
segunda oleada, una nueva embestida de parte de la policía. “¡Qué viva La Puya!”,
gritan. “No a la minería”, exclaman. Un policía, desde lejos, se pregunta
fastidiado por qué diablos aprueban las licencias de extracción. Otro tira una
piedra, grande. Otro insulta y regresa a enfrentar a la resistencia. Y vuelven
a caer las bombas, el humo, desde un lado. Los leños, las rocas desde el otro.
Las máquinas, entre tanto, no han dejado de avanzar.
Un policía ha caído
herido. Una anciana tiene la cabeza abierta. Los dos han comenzado a sangrar.
Sus compañeros, cada cual desde su lado del enfrentamiento, los consigue llevar
a resguardo. Otra bomba cae. Más humo. Más policías. Más bombas. Menos gente en
la resistencia. La retroexcavadora se mueve, el conductor sabe que ha llegado a
su posición, a tan sólo unos metros de la entrada de la mina.
Los motores rugen.
La gente ha dejado de rezar.
La máquina entra en
la mina. La gente ha dejado de cantar.
Gran parte del
campamento de resistencia ha quedado inhabilitado. En tanto la retroexcavadora
se hace paso en el interior de la mina, la gente sólo observa, frustrada,
imposibilitada. Hay comunitarios en la cima de algunas colinas, otros sobre el
camino. La policía, como en el inicio, custodia el avance de las máquinas.
Más de 15 civiles
fueron heridos y llevados a centros de emergencia. 11 agentes de la PNC fueron
lesionados durante el enfrentamiento. Fue el saldo total que dieron a conocer
los Bomberos Voluntarios y los Municipales.
“El contingente se
quedará durante una semana en el lugar”, explica un agente de la policía.
En la resistencia,
con los comunitarios lejos de su campamento, los agentes han ocupado las
instalaciones de La Puya. . Una señora, Carolina Hernández, llora, dice que a
esa hora, todo tranquilo, a las 5 de la tarde sus lágrimas son de verdad, no
las falsas de las bombas. Vilma Carrera, pequeña y pragmática, ha regresado a
limpiar el desorden, barre, sacude, dice: “Queda recomponerse. Estar aquí”. La
Puya ha perdido campo, parte de su techo, un 20 por ciento del campamento, pero
mientras limpia, ella lo recupera, centímetro a centímetro, con la escoba,
reordenando, levantando a los agentes de la PNC, sacándolos de allí para que la
dejen, sí, levantar la resistencia y poner agua para el café de la tarde.